domingo, 31 de julio de 2016

Estamos de enhorabuena. He tenido una nueva sobrina preciosa. Ya era hora de que entrara en casa la VIDA con letras mayúsculas y nos entrara un soplo de aire fresco. Un bebé en el hogar da luz y esperanza, da motivos y ilusión para seguir con lo cotidiano porque añade un punto de riesgo: la aventura de ser responsable de un ser vivo con todo un futuro por delante.
Cuando una mujer tiene cáncer en edades asociadas con la maternidad, este proyecto es anulado durante el tiempo que duran los tratamientos (entre 3 y 5 años como mínimo), con el riesgo de entrar en la etapa de la menopausia. Es duro. Muy duro. La mente se nubla y el corazón materno de la mujer se frustra. La atención selectiva te lleva a fijarte en todos los bebés que ves en la calle, en las embarazadas, en las familias felices de los parques... y tú con tu pañuelo luchando por salvar tu vida cuando te encantaría dar al mundo otra.
En medio de esta maraña de pensamientos entre el ego y el yo, me encontré la Ley del desapego, que dice que para adquirir cualquier cosa en el universo físico es preciso renunciar al apego a esa misma cosa. Esto no quiere decir que abandonemos la intención de crear nuestro deseo. No abandonamos la intención, ni abandonamos el deseo. Abandonamos nuestro apego al resultado.
Esta actitud es difícil, pero no imposible. Lo mejor son sus frutos, la serenidad y la tranquilidad ante la incertidumbre. La vida es mucho más grande y caprichosa de lo que imaginamos. No sé si volvé a ser madre, pero de momento soy tía.
Vivamos el presente con sus inseguridades y demos gracias por la VIDA.